Los hallazgos muestran que el bajo capital cultural de estos jóvenes los lleva a concentrar acciones para el mejoramiento de habilidades escolares, como aprender a escribir o hablar en público, con lo cual deben duplicar sus esfuerzos académicos. En tal sentido, deben atravesar un costoso proceso de adaptación a la universidad y, además, compensar sus desventajas escolares, aunque esto implique renunciar a acumular capital social, susceptible de ser movilizado en el momento de ingresar al mercado laboral.
Muchos de los entrevistados no habían ejercido ocupaciones vinculadas con sus licenciaturas. Sin embargo, valoraban la cultura adquirida en la universidad, reafirmando el carácter “moralizante” de la educación pero criticando su capacidad como garantía de mejores trabajos y remuneraciones. Con base en estas experiencias, es posible pensar que la universidad permite formas de inserción social que divergen de las propias del modelo clásico de movilidad social ascendente, debido a que el paso por la universidad de los entrevistados se dio a la par con la transformación del mundo del trabajo y los sistemas educativos, manifiesta en la flexibilización laboral, la segmentación de currículos y formaciones y la disminución del valor relativo de títulos y diplomas, lo cual representa una refutación a los postulados meritocráticos como mecanismo de acceso a determinadas posiciones sociales. Además, su origen social los situó en un lugar desventajoso ya que suplir una serie de diferencias culturales de clase que operan como desigualdades educativas y que inciden en la distribución de capital económico, cultural y social.