La palabra “juvenicidio” tiene estrecha relación con el feminicidio. No se trata solamente de asesinatos –casi siempre atroces- llamados “ejecuciones extrajudiciales”, acompañados de “desapariciones forzadas” y múltiples formas de tortura…, sino de otras muchas formas de atentar contra la vida de los/las jóvenes: la precariedad laboral, la exclusión de la vida pública, el silenciamiento y satanización en los medios de comunicación, las limitaciones a sus derechos, la prohibición de la movilidad dentro de territorios acotados, el cercenamiento de las libertades, la abierta represión. Podemos ampliar el sentido de la noción de juvenicidio –más allá de la eliminación brutal- a las formas socialmente aceptables de quitarles la vida, de amputarles la posibilidad de vivir una vida digna y con sentido, de negarles una imagen con contenido de verdad, de representarles como pre-delincuentes o como causantes de peligro para la sociedad entera. Además del juvenicidio entendido como eliminación física también debemos hablar del juvenicidio social y moral, del juvenicidio simbólico, no menos violentos e inhumanos.
Diversas formas del juvenicidio están a la vista en Colombia y América Latina, toda una gama de situaciones conexas con la vulneración a los derechos humanos más elementales. Pondremos el foco de esta ponencia en tres categorías centrales que permiten comprender el concepto juvenicidio: necropolítica, estado penal y crímenes de estado.
En Colombia han sido notables los llamados “falsos positivos”. En otras ciudades, como Lima, Guayaquil, Buenos Aires, México, Rio de Janeiro, San Salvador; así como en lugares más recónditos (como Ayotzinapa) muchas de estas matanzas siguen en la impunidad, no se investigaron por razones de ‘estado’. La sociedad no ha entendido que se trata de prácticas sistemáticas y bien camufladas en defensa de la sacrosanta “seguridad” (de sectores dominantes, nunca nombrados).
